Sal de advenimiento

No desperté con el trinar de los pájaros, sino con un cielo ardiente. La ciudad no se cubría de azul, sino de morado y ceniza. Penitencia, penitencia.

—Jessenia, ¿irás a la heladería esta mañana? No me dejes como la otra vez.

—Sí, no te preocupes. Son solo quince minutos. Además, es solo una caminata al parque. No está tan lejos.

—Bueno, allá tú. Tú eres la que sabes tus cosas. Adiós. —Colgó el teléfono.

No lo soporto.

Me dispuse a ponerme mis tenis y salir de casa. Mi casa, el parque y la heladería quedan bastante cerca, ese es Gabriel que le ladilla y le parece muy lejos caminar desde la plaza, y será que por eso vive en el local prácticamente.

En fin, iba trotando con mis auriculares, haciendo oídos sordos a lo que pasaba a mi alrededor, y a mis ojos ciegos. Cuando tengo un momento para mí, es para mí; me molesta encontrarme con algún conocido en la calle y tener que hablarle así sea por un minuto, tiempo que podría invertir en pro de mi bienestar. La carga que tengo con Gabo en la heladería es inmensa. Lo quiero, es mi amigo, pero detesto cuando se enfada. Que si no hay leche, que si no hay chocolate, nos falta un maldito cargamento de frutas... bla, bla, bla.

Total, que iba trotando, sorda de bola, ni pendiente de lo que pasaba. Vi de casualidad los rostros de las personas, sus expresiones eran de angustia. Miraban al cielo. Me quité los audífonos, volteé, y observé cómo un avión dispersaba un gas de color morado desde su interior. De repente, miles de proyectiles salieron de los tejados de los edificios más altos y soltaron un líquido incoloro, como agua, y nos empapó. El gas también llegó al nivel del suelo. El cielo sufrió una transformación infernal de punta a punta. La gente empezó a arder en llamas, se revolcaban en el piso, pero peor fue el asunto al darme cuenta de que yo misma me estaba quemando. La piel, el cabello, los ojos, no podía ni siquiera gritar porque hasta mi garganta se volvía ceniza. Me estaba muriendo, me estaba muriendo.

—¡Jessenia! ¡Jessenia! —dijo una voz reverberante. Sentí una cachetada en la cara y desperté llena de sudor.

—¡¿Qué coño fue lo que pasó?! ¡¿Qué...?! Ah, maldita sea.

—Jessenia, ¿estás bien...? —Pero lo interrumpí y fui directo a la ventana. El cielo seguía normal, pero en la reja conseguí un pote que decía permanganato de potasio.

—Eh... ¡Gabo, querido! Me arrepiento de siempre decirte que eres un insufrible. Perdón, ¿sí? —Le di un beso en la frente—. Hoy te voy a ayudar.

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