Sabotaje lúcido

Me recuesto en el diván y respiro hondo. Caigo dormido, y en cuanto abro de nuevo los ojos estoy en un vivero con un jardín de rocalla. «Qué buen gusto tiene este tipo», pienso. Hay una variedad enorme de minerales y plantas alpinas distribuidas en forma equitativa, bajo sendas cascadas que bordean una escalera empedrada hacia la entrada de la infraestructura. El sol resplandece en el cielo, y agradezco eso.

—Hola. —Escucho una voz femenina detrás de mí. Es Ella.

—Eh… hola. ¿Qué haces aquí?

—Es una proyección. —Escucho otra voz, una voz reverberante, que reconozco como la del arquitecto. Supongo que Ella no la oye porque se me queda mirando con una sonrisa—. Las proyecciones están programadas para aparecer según tu círculo de amistades, y las otras son generadas aleatoriamente —concluye.

—Tú me citaste aquí. ¿Recuerdas? —me dice Ella.

—Ah, sí, claro —respondo. Nos miramos a los ojos un instante, sonriendo, observando el suelo, y luego le pregunto algo—. ¿Quieres entrar?

—Sí, claro. Me encantaría.

Subimos la escalera, mi brazo cruzado con el suyo, y entramos al edificio. Dentro hay un color húmedo y un olor a arcoíris, como si hubiese terminado de llover. Veo elaborados ramos de flores en un mostrador: flores de seda, nochebuena, tulipanes, purpuratas, eglantynes, rosas de montaña… Siempre me han gustado las rosas de montaña. Parecen varios pistilos de color naranja, saliendo del centro de la flor. Jamás pensé que lo diría, pero nunca creí que un ramo con esas flores quedaría bien. Le daría mis felicitaciones al arquitecto. Pobre, no saldrá de esta.

Tomo el ramo de las rosas y se lo doy a Ella.

—Toma, se parecen a ti.

—Guao, gracias —dice aún con la sonrisa entre sus labios—. Sabes que siempre me han gustado las flores exóticas.

—Claro.

Nos quedamos un momento en silencio, y luego habla: —Lo siento, fui una tonta. No sé qué hice yo para alejarte de mi corazón. Eres tan bueno conmigo.

—Bueno, Ella, tú sabes que siempre puedes volver.

—Es un chiste, ¿verdad? ¿Me estás sonsacando? Mira que ya tengo pareja actualmente y sería un error… —No la dejo terminar y la tomo por la cintura.

—Ella, no he podido dormir bien desde aquel día en que todo se acabó —digo con voz temblorosa. Ya no puedo esperar más.

—¿Qué quieres decir?

—Ella, tengo pesadillas, ¿sí? Sueño que alguien viene a mi habitación, no logro distinguir quién, y me mete las manos en el vientre y caigo en una parálisis de sueño.

—¿Y qué demonios tiene que ver eso con nuestra ruptura? —exige.

—Muchas cosas. Sabes, cuando te apuñalan, cuando te clavan una estaca y sientes un dolor tan maligno que lo único que deseas es despertar. Me dejo llevar por el dolor, por la sensación incómoda, hasta que finalmente acaba. Podrán parecer unos minutos, pero la verdad es que me tomó meses asimilarlo. Pero ahora, Ella, estamos aquí. Esto es lo que cuenta, esto es lo que somos. —No sé ni cómo digo ese discurso. Me río internamente, pensando en la cara que debe estar poniendo.

—¿Estás seguro de querer hacer esto?

—Oye, no todas las noches alguien se cuela en tus sueños lúcidos para darle fin a una dictadura y mandarlos a freír espárragos.

—Te veo en el Monasterio de Piedra. Adiós, querido —dice Ella, llorando.

—Adiós. —Le beso las manos.

En cuanto le suelto las manos, las hunde en mi vientre. Empieza de nuevo, pero esta vez entro en el segundo nivel de sueño. Me infiltro en el sistema.


Me hallo en el barrio comercial de la ciudad, confirmando mi asistencia al Club del Sueño. Esta vez la reunión coincide un fin de semana, por lo que casi no hay gente afuera.

—Muchachos, tengo una inquietud —dice el arquitecto del Club—. Debemos hacer sueños cada vez mejores, pero la carga emocional de los ciudadanos está en un punto alto. ¿Qué podemos hacer?

—He estado estudiando ese problema —dice el responsable de los químicos. La verdad no me molesto en aprenderme los nombres de los del Club. Igual no podría, está prohibido—. Podríamos meter pequeñas cantidades de etanol en la red metropolitana de sueños, para activar sus hormonas cerebrales y liberar serotonina.

—Me parece bien. Si esa cantidad es minúscula y se toma en consideración la densidad poblacional por cada kilómetro de extensión, no hay problema.

—Sí, está bien —responde el resto.

—¿Y qué hay del lugar? —pregunto.

—Ahí está la cuestión —dice el arquitecto—. Tú eres el probador. Deberás encargarte de que el sueño cumple con las expectativas acordadas. ¿Ves esa silla de allá? —Señala lo que parece más bien un diván.

—Sí.

—Bueno, probaremos las ideas recién planteadas contigo, para lo cual te conectaremos a un hardware especializado.

—¿A mí? —pregunto con la voz entrecortada—. Oigan, es la primera vez que hago esto.

—Siempre hay una primera vez para todo. Ahora toma asiento.

—Pero yo…

—Mira, si no tomas asiento, podemos dar aviso de que no quieres una ciudad feliz. No sabemos por qué la gente está perdiendo la capacidad de soñar, pero aquí tenemos una solución. Basta con decir que no para que te mandemos a volar.

—Lo siento, no quise ofenderlos. Vale, me sentaré.

—Perfecto.


Entro al local. Ella ya está sentada esperándome. Tomo asiento y le cuento. Le digo que todas las noches cuando estoy soñando una persona mete sus manos en mi vientre mientras estoy recostado sobre mi cama, tapado con la sábana.

—Menos mal que aclaraste que es un sueño. Ya te iba a decir «Ay, vale». —Simula un agujero con sus dedos índice y pulgar.

—Qué graciosa, Ella —digo sin ánimos—. Entiende que esto para mí es serio. Ya no puedo dormir, no quiero volver a dormir. Quizá lo mejor sea…

—Oye, no te quitarás la capacidad de soñar, como todos en la ciudad, para sucumbir a esos sueños colectivos creados para lavarte el cerebro —me interrumpe Ella.

—No, lo que quiero decir es que vengo a pedirte ayuda.

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