No me detengas

Es algo que no podemos parar. Eso era lo que pensaba antes de que Angus se sentara a comer en mi mesa. Se me eriza la piel de solo pensarlo. Hace un otoño atrás mi mamá y yo habíamos salido a buscar las reservas quincenales de alimentos a la avenida. Al llegar, las personas abarrotaban tanto las aceras que los transeúntes tenían que pasar por la calle.

—Pero mamá… —le dije.

—Bueno, Margarita, ¿qué más puedo hacer? No puedo saltarme a todas las personas de la cola. ¿Quieres que nos entren a palos? —respondió ferrosamente.

Negué sin decir nada. Odiaba la rutina. A lo lejos divisé al mismo harapiento que cada medio mes pasaba por la calle. «Algo pal’ pobre», decía mientras el viento frío de la época levantaba sus pocas telas. Escarbaba algo en los recipientes grises, al lado de la gente que lo miraba a veces con cara de asco y a veces de indiferencia; aun así, él y nosotros éramos iguales buscando algo con que rellenar nuestros estómagos.

Tres horas después me fui del sitio.

—¡¿Y por qué te vas, Margarita?!

—¡Porque no aguanto más esta…! ¿Sabes qué? Estoy perdiendo el tiempo. Adiós. —Y me largué ante la mirada de todos.

Cinco horas habían pasado lentas hasta que mi mamá volvió. Solo le dieron lentejas de una variedad, una salsa demasiado turbia, un aceite muy aguado y un trozo de carne pálido. Sus ojos me apuntaron, escuálidos. Abrió la ventana y lanzó todo a la calle. Se arrodilló a mi lado y me dijo con voz ronca:

—Ya no quiero seguir viviendo aquí.

Yo solo la abracé sin llorar y sin pestañear.

Al día siguiente la encontré en su habitación con un corte en la yugular y la cama manchada de sangre. Me senté a su lado y suspiré. «Bueno, supongo que ahora tendré que ir yo sola a buscar las reservas».

Quedaba algo para mí sola, así que con eso soporté lo más que pude. A los quince días volví. Otra vez la maldita cola con la maldita gente; pero ya era adulta, así que debía soportarlo. «Algo pal’ pobre», volví a oír. Otra vez las miradas de repugnancia del resto.

—Oiga —dije—, venga aquí.

—Gracias, hija. Lo poco que me des será suficiente.

—No, señor, creo que usted se merece más. Quédese conmigo en la cola y yo compartiré lo que me den con usted.

—No, hija. ¿Cómo se te ocurre? Guarde eso.

—No, señor, no hay discusión. Usted hoy comerá bien. Mucho gusto. Me llamo Margarita.

—Angus.

El señor Angus me contó que había estado en la marina, mientras me mostraba su tatuaje de tiburón con un reloj en la boca y comíamos en la cocina.

—Oye —dijo levantando la cuchara de su sopa de lentejas—, ¿tú no eres la muchacha que hace quince días gritó en la cola «estoy perdiendo el tiempo»?

—Sí, era yo.

—¿Quién era la mujer que te acompañaba?

—Mi madre, pero ella se fue de la casa. Dijo que no quería seguir viviendo aquí.

—Vaya, qué triste. Algo similar pasó con mi esposa. Ella también se fue, pero al cielo… Vivíamos en un piso treinta, así que imaginarás lo que hizo.

—Lo siento, señor Angus.

—Descuida. Llámame Angus solamente. Es algo que no podemos parar, ¿sabes?

«Es algo que no podemos parar». Esa fue la frase que me cautivó. Mi madre murió y no pude evitarlo, yo quería salir de esta represión de buscar alimentos, tenía a un exintegrante de la marina conmigo en mi casa… «¿Le quedará algo de júbilo?»

—¿Le puedo preguntar qué significa su tatuaje?

—¡Pero claro, hija! A ver, este era un símbolo que nos ponían al entrar en la marina. El tiburón tiene un reloj entre sus dientes, porque si algo nos llegaban a hacer, nosotros íbamos allá a detener a los malhechores, y a cambiar el curso de la historia.

—Podemos cambiar el curso, Angus.

Angus se echó una carcajada tremenda, a lo que luego pidió disculpas. Las acepté de forma amigable. Después de comer, se paró y se fue. No alcancé a decirle que se quedara y no volví a verlo. Hace un año de eso. Pero yo le dije a Angus que cambiaríamos el curso. Aquí estoy, escribiendo esto, y escribiré muchas más anécdotas que repartiré en las colas, a ver si alguien es capaz de oírme como yo oí a Angus.

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