Donde los mercados están llenos

En los terrenos sin edificar una vez dijo alguien que los mercados estaban rebosantes. Yo no lo entendí mucho, pues los veía vacíos o eran estantes llenos del mismo producto de la misma marca. Esa persona dijo que había toneladas suficientes para alimentar por lo menos a la ciudad, pero solo veía su pálido rostro sofocado bajo el sol de mediodía y su camisa a rayas empapada mientras en mi mente lo comparaba a él con un mondadientes o un alfiler, o incluso una hebra de cabello.

—Pero Eduardo, a mí me daría pena. ¿Qué pensarían de mí? —dijo uno de los presentes.

—Pues que eres alguien preparado para momentos de crisis. Y es a lo que vamos, chicos, a una crisis. Aquí se podrán abastecer, y no tienen que pagarle a nadie —dijo Eduardo extendiendo sus brazos—. ¡Tenemos derecho a esto! ¡No es nuestro, pero lo defenderemos como tal!

Ojalá lo hubiese previsto, ojalá hubiese atendido la llegada de los Cascos Rojos. Pero no, fui un ignorante, un estúpido. Ese viejo loco tenía la verdad entreverada en sus entrañas, que para lo que sirvieron la de muchos fue para entretener a los canes alados de los guardias.

Aunque no fui del todo estúpido. Me refugié en el bosque más cercano, muy lejos de la ciudad, cerca de la frontera. Ahí estaban los frentes, pero era lo que menos me preocupaba. Recordando las clases de mis otros profesores y algunos cursos en el manejo de la tierra, cavé un pequeño hueco y en él me escondí mientras planeaba cómo entrar a la República Atlántica sin ser detectado, o la paliza iba a ser descomunal. En trece días tracé un perímetro seguro y clasifiqué las plantas y hongos comestibles y medicinales que recolecté y grabé en mi memoria. Eso último era una parte crucial: o aprendía a memorizarlos o aprendía a memorizarlos. No tenía opción, ya que no podía dejarle registros a los Cascos si me pillaban o si se me caían por accidente los papeles.

Así que ya estaba listo. Tomé lo que pude y me encaminé hasta la vía férrea. En el trayecto casi todo parecía un desierto y el sol me picaba en los ojos. Yo era una regadera andante. Tomé hojas de eucalipto del bolso y las mastiqué, pues debía mantenerme firme otras cuatro horas. «En este desierto las estrellas son fantasmas», pensé. Nunca imaginé que gente tan importante tuviese que salir de este modo, huyendo de la destrucción de nuestra ecotopía. Lo estábamos consiguiendo, el paisaje, mejor dicho, pero lo artificial ocasionó una grave tragedia. O sea, ¿cómo vas a tomar a un individuo tan lindo y convertirlo en una máquina de matar? Cambiaron la forma de sus picos a punta de semillas, interrumpieron sus ciclos horarios, afilaron sus alas. ¿Cuál ha de ser el precio a pagar por nuestra impertinencia? Yo creo que sacarnos los ojos, si nos consiguen.

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