La poeta

—Rearma los tableros de tus complejidades, desarma tus inseguridades —dijo el papá a su pequeña hija.

—No te entiendo, papi. ¿Qué es lo que debo hacer?

—Mira, Isa —Se agachó a sus espaldas y le respondió en un susurro—, el tablero que tienes en frente está compuesto de otros más pequeños. Es un sistema que yo diseñé.

—Oh, ¡qué genial! —dijo la niña aplaudiendo silenciosamente.

—Así es, es muy genial. Ve, toca un botón.

La niña tocó un diamante verde de plástico, el que veía más llamativo en el teclado de mando. Miles de luces se concentraron en todo el lugar, en todo el baldío lleno de pasto verde bajo la luz del firmamento. Una hectárea llena de hologramas: animales salvajes, personas, paisajes fantásticos de los más recónditos rincones, guardados en la mente de la pequeña poeta, esperando recibir la misma luz estelar.

—Esto es magnífico —dijo el papá—. Isa, ¿de dónde decías que venías?

—De los bosques de van der Hammen.

—Ya, ya, cierto —dijo el papá, aún en estupor. Lo que no entendía era cómo almacenaba tantos recuerdos. Decidió seguir explicándole—. Bien, Isa, esto que ves aquí es un tablero, y cada uno recoge elementos de tu vida pasada. Me dijiste que tenías una vida pasada, ¿no?

—Sí, papi. En mis sueños veo caballos con cuernos, no sé cómo es que se llaman. También hay con alas, hay enanitos y hay dragones, pero los dragones no son malos. Sueño que toco las nubes en sus espaldas, y las nubes saben a azúcar. Soy la reina de un castillo, y junto con los dragones, los enanitos y los caballos, luchamos con los bichos feos y raros que quieren destruir el reino de los bosques.

—El reino de los bosques… van der Hammen. ¿Y qué pasó después?

—Todos murimos, papi.

—Morimos —la corrigió.

—Eso, eso. Total, es que no ganamos la batalla, y construyeron chimeneas gigantes, papi.

—Bueno —Se aclaró la garganta—, los elementos de cada tablero se llaman cajitas. Cada cajita guarda un verso.

—¡Sí, versos! —dijo la niña con entusiasmo—. ¡Me encantan los versos!

—Sí, y cada verso es parte de un poema más grande, un tablero del tablero más grande. Ahora, necesito que armemos al menos uno, uno solo. No debemos estar aquí por mucho. Ese —dijo señalando el de la batalla—, ¿qué dice?

La niña, sin esfuerzo, recitó mientras la cajita se iluminaba con sus palabras:

Diversidad, oh, hermosa diversidad, Sucumbirás ante los martillos de la malograda ciudad y no verás nacer a tus hijos.

«Sí, es bello», pensó el papá. Y tenía razón: los martillos de la capital del país destruyeron los árboles. El paisaje más tarde se llenó de maleza, pero la recortaron de inmediato. Sangre, una hoz y un martillo, símbolo de la destrucción inmensa. Cascos rojos, pobreza en forma mental y vertical, hollín… Él era un niño apenas.

—¿Y esa de allá? —dijo al darse cuenta de la rapidez de su hija.

—Esa es más bonita, y dice así:

Al valle de los colores irás a dejar tus brotes inmensos. Del Amazonas a Zipaquirá incluso a la tierra de los truenos.

La tierra de los truenos ya era otra cosa, y no sabía por qué estaba ahí. En Zulia las cosas eran distintas, y el progreso, el verdadero, emanaba a borbotones, como si el lago fuese el autor principal de los hechos. Quizá allí estaba la respuesta. El papá tenía los ojos cristalinos, le supo a sal. La niña preguntó qué le ocurría.

—Es que tú eres una perfecta poeta.

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