Ioulós

Solo sé que la vi. Cada vez que cierro los ojos la veo, incluso después de encadenada. Fue cuando la luz le quitó la luz, cuando los rayos de Jovis resolvieron suprimir su vida a una simple función de estadísticas y probabilidades, y entonces no la vi más. Siento que podría estar en algún lado, en el borde del desierto. «Estoy allá, Aina. Solo debes atravesar la gran tormenta». Puede ser algo arriesgado, y más si se trata de evadir a las anguilas eléctricas que engullen a la ciudad todas las noches, pero necesito saber qué pasó con Melissa.

Veo a Markus revisando las últimas indicaciones, la posición de las tropas y el funcionamiento de las naves. Siento que me observa, y no me equivoco cuando dice «¿Quieres dar tú el discurso?» Y no me queda más remedio.

«Amigos, vecinos, ciudadanos, ya sabemos que la guerra más grande no es contra Jovis, sino contra lo que estos quieren que hagamos, que es enfrentarlos violentamente, provocar nuestra ira. Y en verdad es algo muy arraigado a nuestra naturaleza, porque durante millones de años vivimos al margen de los depredadores, pero ahora vivimos al margen de nosotros mismos. Estos cubículos nos encierran. Nos conocemos por presentimiento mas no por sentimiento, y es esta una de las causas de habernos vuelto duros como piedra. Lo que les pido no es ajeno a la realidad ni a nuestros propósitos. Lleguemos allá, al borde del desierto, a la gran tormenta, pero sin armas. No pueden atacar a alguien indefenso, y mucho menos producir energía cuando solo intentamos dialogar...»

Esto puede seguir así por unos minutos, pero cuando descubrí a La Liga en el sótano de todos los edificios (incluyendo el mío, en el que vivo) no fui capaz de articular siquiera tan recóndito discurso, ni un saludo. Supongo que nos anonadamos cuando descubrimos una cierta realidad en nuestro interior y en el interior de otros, como cuando supe que me quedé de pronto sola, sin que Melissa estuviese aquí para escuchar mi voz. «Estoy allá, Aina», y allá debe estar, bajo los castillos grises, alimentándose de nuestra furia. Markus se acerca y me saca de mis cavilaciones.

—¿Otra vez lo mismo? —me pregunta.

—Sí. ¿Qué con eso?

—Solo son sueños. A lo mejor a un nivel más álmico te está perdonando, pero tú sigues creyendo que sigue ahí, llamándote. Debajo de Julienne no hay nada, solo pasión por la guerra y la energía. Solo es una calculadora.

—Es mucho más que eso. Dime, ¿cómo rayos caen… rayos del cielo a todas horas? —Me quedo pensando en lo estúpido de mi argumento.

—Ve y prepárate. Salimos en once —me dice, sin responder a mi pregunta, lo cual agradezco.

—Como los demonios, Markus.

—Sí, como los demonios.

Aprovecho el aire tibio de la mañana-noche, miro el horizonte, veo la lluvia y contemplo los castillos grises y esponjosos desde donde se riega. Recuerdo cómo Nynfa me miró con aquellos ojos taciturnos antes de salir, como canicas, grandes y redondas, casi diciéndome que se preocupaba por mí, que no me fuera. Por último, atajé un ronroneó incierto y traduje a nuestro lenguaje: «tráemela de vuelta». Supongo que todo es así, incierto, envuelto en nubes de gas que forman rayas marrones claras. Mi cabeza se encoge de tanta presión, me aplasta, pero creo que debajo hay algo. Julienne solo nos avienta piedras, o rayos, aunque las piedras no duelen tanto porque solo nos rozan, y los rayos solo si nos acercamos lo suficiente. Recuerdo que a Melissa y a mí nos gustaba pasear por el Nilo cuando nadie estaba cerca, y contábamos el número de veces que las piedras rebotaban contra el agua: uno, dos, tres… Siempre me caía en números bajos, y generalmente no pasaba de seis, rara vez un siete. Ella podía seguir: ocho, nueve, diez… incluso once. La arrojaba muy lejos y dejaba tras de sí una estela fantástica, un cometa en pleno apogeo. «Y ¿cómo lo haces, Meli?», le preguntaba. «No lo sé. Supongo que me divierto haciéndolo. He ahí el secreto: se trata de disfrutar. Apunto lejos, con mucha energía, pero allá en la distancia no está la felicidad, sino en cada paso que la piedra da sobre el agua. Hay que disfrutarlo desde el comienzo». Y en verdad era esto sabiduría, pero muy recargada y caramelizada para mi gusto. En los comienzos de la escasez eléctrica y del agua nos íbamos a las fuentes que en toda la ciudad contenían el preciado líquido, para abastecernos siempre que podíamos. «No, espera», me decía. «Debes dejarlos. Meternos ahí con todas esas personas nos puede traer problemas, como más abucheos o golpes, y estos pequeños momentos no son para guerras». Quizá la comprendiese, que teníamos que hacer nosotros la paz para, al menos, evitar más enfrentamientos. «¿Qué es la paz, Aina? ¿En verdad crees que esto lo es?»

—¿Estás lista? —me interrumpe Markus.

—Sí, eso creo —respondo.

—¿Están todos listos? —alza la voz.

—¡Sí, Markus, estamos listos! —responden todos al unísono.

Markus me propina una mirada dócil, de esas que guardan una intención oculta bajo sus capas, y se aleja a la cabina de mando. «Espero que esto sirva para algo», me digo. En la ciudad quedan solo una centena de edificios, cincuenta habitantes por cada uno, veinticinco pisos, dos habitantes por piso y los vecinos en realidad no se conocen, ni los del piso contiguo ni los de abajo y arriba. «¿En serio esto servirá?»

Al atravesar la gran tormenta, no es tan magnífico como se imagina. Se trata del mismo paisaje lleno de nada, con capas bajo capas de nubes, como los ojos de Markus. Sin embargo, está allá abajo: un gigantesco cubículo negro, el núcleo desde el que la compañía Jovis toma sus decisiones. Lo contemplo, con displicencia pero con un cierto aire de felicidad. Descendemos muy lentamente, esperando rayos, o piedras, pero ninguno de los dos aparece. Se abre la compuerta de la nave, bajamos en cinco filas de cinco (Markus dijo que así era mejor por si había sorpresas) y nos acercamos a ese cuarzo oscuro. Pisamos con rectitud, adivinando nuestros pasos… pero nada. Esto me inquieta, quiero salir corriendo. No puede ser que mi cerebro vaya a una velocidad distinta a la de mis piernas.

—Bien, señores. —Markus nos detiene levantando el puño—. Aina, habla.

—Julienne, ya te conocemos. Sabemos que utilizas la energía térmica de nuestros movimientos en batalla para crear tus rayos. Sabemos que hay pequeños sensores por cada centímetro cuadrado bajo nuestros pies. Sabemos que nos llamas de noche, cuando salimos, porque entonces no hay manera de distinguirse las fieras unas de otras. Pero ¿cuándo no es de noche? Suponemos que cuando no caen rayos. Por eso hemos venido hasta aquí, a exigir que se limpie el cielo. Es que ya no se puede ni respirar, y creo que para ti es igual, y por eso te encierras tras ese cuarzo negro que apenas se distingue en el día, o en la noche, o a la hora que sea. Mira, podríamos plantar unos cuantos árboles electrónicos para barrer la gran cantidad de polutos y sembrar árboles verdaderos desde las semillas cuando el cielo vuelva a abrirse. Eso contribuiría a la reoxigenación del planeta. A partir de ahí sembraríamos árboles frutales para obtener alimentos, a diferentes alturas, y el agua volvería a correr por su cauce natural y bajaría por gravedad. No tenemos que hacer más que seleccionar semill...» Se abre un hoyo y caigo. Oigo explosiones.


Como decía, quiero salir corriendo. Es lo que creo que me dice Nynfa al verme con sus canicas brillantes. Es decir, que me entiende, y yo a ella. Desestimamos lo que no entendemos por creer que carece de alma, y aún más de espíritu. Por ejemplo, a cada edificio le llegan paquetes de comida cada cierto tiempo, y el mío me lo devoro en seguida, pero siempre quedo con hambre. Suponiendo que mi estómago ruge tres veces por día, al contabilizarlos hasta que llega el paquete me da un total de treinta y tres. Significa que llega cada once días. «Son once días demoníacos», suele decirnos Markus, y entonces sé que es verdad. «Quiero convertir esos once demonios en ángeles, y cada once días proyectaremos luces doradas al cielo, para que todos estemos conscientes de que también somos dioses». Esto es algo que imagino con júbilo. Una gran manzana, dorada, en el centro de la ciudad, señal de conocimiento y madurez mental, si acaso ese es el significado que merece. Pero, y la manzana, ¿qué piensa de nosotros? Es difícil, pues, adivinar el pensamiento de aquello que en apariencia no se mueve (pero nos mueve). Si nos fuéramos, sería para ellos, los símbolos, todo caos y confusión. En cambio, al terminar de comerme el contenido del paquete, algunas veces me genera dolores de estómago, y voy corriendo al baño y lanzo la puerta. Oigo rasguños mientras hago ruidos de parto y las bombas caen al agua. «No te preocupes, Nynfa, estoy bien». La unión real es no desunirnos ni dejar que nos desunan. Nynfa trepa a mis piernas, clava sus garras en mi carne, la acerco a mí y le susurro «No te preocupes, Nynfa», porque afuera, en el desierto, La Liga pelea contra «Roma».

Cuando despierto, noto que mis muñecas están aprisionadas. Estoy como crucificada y mis brazos están tan estirados que se acalambran. Adentro, la luz verdosa apenas logra distinguir las siluetas de los objetos que allí se encuentran. Oigo una voz omnipresente, baritona, que me da terror, pero que en el fondo se me hace familiar. Se dirige a mí.

—¿Y bien? ¿No te enseñaron a callar en tierra ajena?

—Eso no fue lo que me enseñaste.

—¿Qué es la paz, Aina?

—No hacer la guerra.

—¿Estás segura? —Las luces verdes se atenúan y de golpe se encienden las blancas. Aparecen de repente los objetos frente a la claridad: una mesa redonda con muestras de musgo protegidas por un vidrio templado, plantas encapsuladas en cilindros de cristal, archivadores con muestras de semillas—. La paz —continúa— se trata solo de un principio moral con la convención última de no agredirse ninguna de las partes, para lo cual llegan a un acuerdo donde cada parte cede sus beneficios por algo que los otros quieren. En ningún momento explica cuáles son las intenciones o los sentimientos verdaderos de los involucrados. Desde el principio supiste qué quería hacer aquí en Jovis. Estamos en esa paz: cedí mi cuerpo con tal de ayudarnos, pero comprendan que no deben entrometerse. Allá afuera no hay casi nada…

—Claro, no hay nada, pero tú y yo podemos hacer que vuelva a haber algo. Mira ahí. —Señalo con la mirada los objetos recién descubiertos por la luz—. ¿Esa es su idea? ¿Retener?

—La mayoría de los humanos destruye, Aina. Puede que algunos no, pero no nos podemos arriesgar. Es mejor descartar por exceso.

—Es muy fácil huir y no hacer nada, Julienne.

—No huyo. Como ustedes quisieron pelear, la cual no es una actitud muy pacífica, se tuvieron que electrificar los alrededores.

—Es lo mismo que huir. ¿No podías usar los rayos para abastecer de energía a la ciudad en vez de mantenernos a raya?

—Por eso te hice entrar. Te necesito.

—¿Y cuando te necesité dónde estabas? No. No quiero ni tu comida ni tu supuesta protección. Déjame salir. No estamos llegando a ningún lado. Además, ¿no soy acaso humana, como la mayoría?

—Pero sobresales de la media. Ellos, en cambio…

Una de las paredes se hace transparente, mostrando lo que pasa afuera. Una escena a primer plano sin sonido muestra a Markus y al resto de los miembros de La Liga midiendo fuego contra fuego y siendo perseguidos por los rayos, ya que la nave había sido destruida por uno.

—¡No! ¡Déjalos en paz!

—Esto no es paz, pero es necesario. No tenían que salir. Solo me lo ponen más difícil. Esperen a que solucione este problema y los dejo salir.

—¡Pero te podemos ayudar! —Intento soltarme las muñecas y me duele— ¡Ay! ¡Esto no es un concurso de oposición, es una situación de alto riesgo! Por favor, déjame ayudarte, deja que todos te ayudemos.

—No puedo, no debo. Todas las probabilidades están calculadas. Si los dejo ayudar, solo alimentaría al león. Ellos son como la gente de las fuentes, y están desbalanceando la ecuación.

—¡Pero los estás matando!

—Ellos mismos lo hacen.

No se da cuenta de que antes ese león la quería ayudar (un símbolo, pues, de la cooperación). Entonces metieron leones al Coliseo y los pusieron a luchar contra su voluntad; pero todos, hasta los gladiadores, están presos. Pienso en nuestro mundo, en el mundo antes de Jovis, en el mundo antes de que estos lo llenaran de cables de alta tensión y paneles solares donde solían haber selvas o bosques. La sabana era exuberante, el agua era fresca, teníamos amigos, la luz era radiante y calurosa. Si todos somos de la misma sabana deberíamos ayudarnos. Melissa me dijo que tenía una idea, que quería ayudar. «¿Conoces los términos hipótesis nula e hipótesis alternativa?» «¿Desde cuándo eres así?» No me dijo que la burocracia estaba detrás de todo esto. Algunos se quemaron en las cenizas y otros renacieron de ellas, pero las cenizas son las mismas. Markus no cree en las Hespérides, Julienne tampoco, Melissa y yo sí. ¿Melissa? Pero si ya no sé ni quién es Melissa. «Estoy allá», pero sigo sin verte. «También somos dioses», pero no de la guerra, al menos yo no. Qué absurdo esto. Melissa, abandonaste a tu gata. ¡Cuántas Tierras no habrán de caber en Júpiter! Ahí nos lanzaste a todos, ¿no? Y fue así, de repente un día solo se acabó y no te vi más, ni siquiera nos despedimos. Tú a lo tuyo y nosotros a lo nuestro. Somos todo, somos dioses, somos interminables como el inicio y el fin. ¿Las vidas no son constantes saludos y despedidas? Ángeles, demonios, da igual, son lo mismo. Once demonios me dan once ángeles, y once ángeles me dan once demonios. ¿En qué crees que nos convertimos, sino en una mitología?

—¡Pero son tus rayos!

—Mis rayos son sus rayos, su templanza es mi templanza. La respuesta la tienen ustedes. ¿Recuerdas las piedras sobre el Nilo? Allá… en la distancia…

Entonces Hermes viene a mí con un mensaje sublime.


Reaparezco en el lugar desde donde caí. Caigo de rodillas y me sujeto las muñecas del dolor. La escena que vi en la pared ahora tiene sonido. Los rayos crujen como hielo y la noche se hace día. Markus y toda La Liga intentan alcanzar el cubo negro. Disparan sin perder la formación, sin desunirse. Jovis hace lo propio: libera energía celestial, o demoníaca, contenida en sus castillos grises. Sus rayos caen y forman una especie de enrejado que protege la fuente.

—¡Oigan! —grito— ¡Deténganse!

Todos voltean. Adoro estos instantes eternos, donde la luz y la oscuridad se ven a las caras, donde la muerte y la vida descubren dándose obsequios mutuos. No es que las serpientes se fagociten a sí mismas, ellas juegan a perseguirse la cola. Si la cabeza avanza (el inicio) también lo hace la cola (el final). Toda la serpiente es felicidad, y somos más inmortales cuanto más ignoramos nuestro fin y nuestro comienzo.

—Se detuvo —dice uno.

—¿Qué hiciste? —me pregunta Markus.

—Razonar con ella. Y tienes razón, el perdón es álmico. Ya decía que ahora vivíamos al margen de nosotros mismos, pero no lo entendía. No somos perfectos. Vamos, regresemos. Esto lo debemos empezar nosotros desde el centro, desde la ciudad, desde el corazón de nuestras vidas.

—¡Genial! ¡Las cosas que me toca hacer!

—¡No! ¡Markus!

Markus corre hasta lo que queda de la nave y entra. Yo lo persigo, pero cierra la compuerta. Me rompo las cuerdas vocales intentando llamarlo y alzo las manos a ver si logra verme desde adentro. Los demás miembros de La Liga me observan, impávidos.

—¡Aina! ¡Aina!

—¿Qué?

—No lo detengas.

—¿Y qué más puedo hacer? Acabo de tener una de las más asombrosas revelaciones y solo pensamos en destruirnos y continuar con esto.

—Julienne es solo una calculadora —sigue otro—. Solo es un sueño. Debes dejarla ir.

—¡No es una calculadora, y su nombre es Melissa! Sueño o no, ¿no son nuestros sueños realidades encriptadas? Y sí, sí la estoy dejando ir, porque allá en la distancia no está la felicidad, sino en cada rebote que la piedra da sobre el agua.

—¿De qué hablas?

—Hablo de…

La compuerta se reabre, y veo a Markus trayendo a la bola de pelos en sus manos.

—Oye —dice Markus, dirigiéndose al cubo negro—, sé que tuvimos muchos enfrentamientos, muchas horas de lucha, mucha rabia contenida, pero recordé lo mucho que te gustan las ninfas. —Levanta a la gata sobre su cabeza—. Te embelesan, te hacen caer en su hechizo. Lo he visto en los ojos de tu amiga, porque sé que Aina es tu amiga y siempre lo será. La elocuencia desborda de ambas, algo de lo que sencillamente carezco.

Markus deja a Nynfa sobre el suelo y permite que esta se dirija con serenidad hacia la masa oscura que está frente a nosotros. Allá va, lentamente. Cada paso que da es un giro de la Tierra. Los días pasan, Nynfa camina con gracia, los soles se ponen y las lunas se levantan con más fortaleza. Las huellas se juntan cada vez más, la distancias se hacen más pequeñas, pero nunca llegan a ser cero. Nynfa no se impacienta, la escena es una fotografía enmarcada en nuestra memoria. «Te embelesan». Una manzana dorada en el centro. Markus no cree en las Hespérides, pero en el fondo sabe que existen. Justo aquí somos inmortales, cuando negamos la existencia del tiempo.

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