Borsalino de café

Ante lo que me caracteriza diré que nada me caracteriza, porque esa es la verdad. Mi padre suele organizar tertulias en la entrada de la tienda después de cerrar, una vez a la semana. Vienen amigos suyos a hablar de ideologías controversiales, y a mí se me permite estar presente.

—El capital y el consumo es lo único que mueve al mundo —dice mi padre, arreglándose su sombrero bowler, como queriendo afianzar su posición—. De lo contrario no hubiese adquirido este local, ni comprado el material para diseñar sombreros, que junto a mi linda hija fabricamos.

—Todo muy genial, Rolando —dice uno de sus amigos—; pero sería más fácil para mí adquirirlos si bajaras esos precios. Eso…

—¡No me vengas con tus ideas de que todos somos iguales!

—¡Pero claro que sí! Luego, cuando crezcas como empresario, probablemente dejes de producir sombreros, y te dediques a invertir en la bolsa y dirigir multinacionales para zurrar nuestros derechos económicos. Aparte, eliges a tus empleados muy rigurosamente, y no les pagas completo. ¿No sería genial que hubiese voluntarios y de paso aumentar los salarios? Tu bowler te representa, es la cúspide del monopolio.

—¡Bueno, basta! —Mi padre se para rápidamente de su silla y alza su bastón contra el señor—. ¡No voy a tolerar calumnias!

Y por ahí empiezan las discusiones de todas las semanas. En realidad yo de participar no hago nada, solo oír. Estas cosas no son de señoritas como tú, dice mi padre, levantando su bowler con la mano. En el mostrador los empleados cuentan billetes, más atrás las mujeres preparan los modelos para confeccionar. A mí me gustaría hacer ambas cosas, pero él solo me lleva a la trastienda y me deja a cargo de la Señorita Moore, una británica de rostro macizo, piel blanquísima, hermoso cabello castaño y liso, ojos azules y penetrantes, siempre lleva un borsalino color café… ah, y tiene un español muy impecable. Es perfecta…, pero mi padre me mataría.

La Señorita Moore es la encargada de la línea de producción y de las máquinas de coser desde hace dos meses. Me siento delante como una alumna más mientras escucho su clase. No puedo evitar prestar atención a su acento. «Cuando se acabe la guerra iré a Londres», pienso sin pestañear, mirando por la ventana y deseando tener un pasaporte, hasta que ella se dirige a mí.

—Paz —dice. Mi madre me puso así porque decía que ese era el sentimiento que yo transmitía: paz. En las tertulias soy el centro de la discordia, pero en sus labios suena distinto.

—¿Ah?

—Paz, presta atención. Podrás ser la hija de Rolando Alcázar, pero aquí eres otra alumna. Concéntrate y deja de ver el horizonte. —Las miradas de las demás se posan en mí, y la cara se me pone como un tomate.

—Pero yo…

—Paz Alcázar, no seas insolente. Cuando acabe la clase, quiero hablar contigo.

Acabada la clase, me quedo con la Señorita Moore y con mi padre, el cual entra en actitud de reprobación. Después de la inacabable charla y de recordarme «cuál es mi lugar», la señorita me deja un papel sobre la mesa. En él dice que me cita a las cuatro para el té, ahí mismo en la tienda, mientras mi padre hace unas vueltas. Extraño.

—Dime, Paz —dice mientras me sirve un poco de té—, ¿has pensado en lo que quieres hacer?

«Por supuesto que he pensado en lo que quiero hacer, y es marcharme contigo lejos de aquí; y, cuando acabe esa absurda guerra, que me lleves a visitar tu país».

—No, señorita, la verdad es que no. —Las manos me tiemblan. Ella observa en silencio cómo se forman ondas en el líquido.

—Qué curioso. La verdad, querida, es que todas estamos atrapadas en un laberinto circular.

—¿Laberinto? —pregunto.

—Sí. Intentas buscar una salida, una salida para todo. Quieres crecer, pero a unos hombres se les antoja ponerse a conquistar territorios y sembrar terror. Vine aquí por miedo, buscando esa salida. Te tiembla la mano. ¿Puedo preguntarte por qué?

«Porque no te puedo tener cerca, idiota».

—Bueno, me parece extraño contártelo, pero mi padre es de esos hombres.

—Y lo entiendo perfectamente. Hagamos una promesa de amigas, ¿sí?

—Pero usted…

—Nada de usted, trátame de tú. Necesito que seas más aplicada en clase, ¿está bien?

—Está bien —suspiro.

—Genial. Y para que veas que no soy un monstruo, te doy mi borsalino —dice quitándoselo.

—Oh, no…

—Oh, sí. —Y me lo pone.

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